Cada fracaso le enseña al hombre algo que necesitaba aprender. Dickens


Los seres humanos necesitamos crear vínculos y tener el sentimiento de pertenencia a un grupo. Esa necesidad de pertenencia nos obliga a inventarnos una serie de personajes que nos van a ayudar a adaptarnos al medio en el que nos estemos desenvolviendo.

Todos tenemos disfraces para nuestros personajes internos, que vamos poniendo o quitando según las circunstancias que vivimos.

A veces creamos disfraces en un mal momento y nos empujan a actitudes que no nos benefician, son disfraces poco saludables que usamos sin darnos cuenta para funcionar en el mundo. También en los buenos momentos creamos disfraces, éstos nos dan equilibrio y nos hacen sentir completos. Cualquier disfraz creado desde uno u otro momento, nos puede acompañar toda la vida, para bien o para mal.

De cualquier manera, detrás de nuestros disfraces, se esconde el niño o la niña que una vez fuimos, que llevamos en nuestro interior y que intenta llamar nuestra atención con actitudes que le funcionaron en la infancia pero que en este momento, en plena madurez, ya no tienen sentido. Liberarnos de ese “carnaval” es complicado, comunicarnos con nuestro niño o niña interior y preguntarle qué necesita, es un trabajo difícil, no imposible y sí necesario.

Parafraseando a Jorge Bucay:

“sí queremos estar con otros, vamos a tener que quitarnos los disfraces, porque si nos disfrazamos para que los otros se acerquen, los otros van a estar relacionados con nuestro disfraz”

Y, ¿Nosotros? -me pregunto. Nosotros..., nosotros vamos a seguir estando solos… y añadiría..., con nuestro niño o niña interior.


Y esto me recuerda un cuento que dice así:

Un sumo sacerdote fue invitado a una cena a la casa del hombre más importante de la ciudad. Allí se reunían los hombres más influyentes del reino. Subido en su carruaje va hasta la casa del anfitrión y en el camino, estalla una tormenta que asusta a sus caballos que se encabritan y terminan tirando del carruaje al sumo sacerdote, que rueda por la zanja del camino, llenándose todo de barro. Como está muy cerquita de la casa del hombre importante que le había invitado a cenar, decide ir igualmente.

Embadurnado de barro, llama a la puerta y le abre el mayordomo, que al verle de esa guisa, no le reconoce y dice:

-¿Qué hace aquí, vagabundo? ¿No se da cuenta que ésta es la casa de alguien importante?¡Váyase, miserable!

El sumo sacerdote, dándose cuenta que no le había reconocido, quiso explicarle:

-Lo sé, lo que pasa es que…

-¡Nada! -le interrumpió el mayordomo- ¡Váyase inmediatamente! ¡Aquí hay una reunión de gente importante!

-No, pero es que la comida…

-Si quiere la sobras -vuelve a interrumpir el mayordomo- tendrá que venir mañana. Ahora ¡Váyase! que aquí hay gente muy fina.

El hombre intenta argumentar, pero de nuevo es interrumpido y amenazado con sacarle a patadas y echarle los perros.

En estas, salió el dueño de la casa y preguntó qué pasaba. El mayordomo le explicó que el vagabundo no quería irse.

El dueño de la casa, sin siquiera molestarse en hablar con él, dio una palmada y al momento aparecieron en la puerta dos perros con actitud amenazante.

Viendo el sumo sacerdote el peligro, echó a correr mientras era perseguido por los perros. De un brinco saltó y se agarró a la tapia y pudo librarse de ser mordido.

Llegó al camino, y una vez consiguió sacar de la zanja el carruaje, volvió a su casa. Allí se lavó la cara y quitó el barro, pero no se cambió de ropa. Después de meditar unos segundos, se dirigió al armario y sacó una hermosa capa con bordados de oro, que precisamente le había regalado el importante dueño de la casa. Colocándola sobre los hombros, decidió ir de nuevo a la casa a la que había sido invitado.

Esta vez llegó sin contratiempos a su destino. Llamó a la puerta. El mayordomo le saludó con una reverencia y le invitó a entrar al instante. El dueño de la casa salió a recibirlo con otra reverencia y muy amigablemente le invitó a pasar directamente al comedor ya que los comensales invitados estaban sentados a la mesa. Todos le saludaron con admiración.

El sumo sacerdote se sentó y enseguida le sirvieron un plato de sopa. El anfitrión le animó a probarla y así poder empezar, todos a cenar.

El sumo sacerdote cogió la punta de su capa y la mojó con delicadeza en la sopa, mientras le decía a la capa:

- ¿Está buena? Seguro que está riquísima, ¡Come, bonita! -le decía con mucho mimo.

Todos los allí reunidos le miraron con asombro, mientras él seguía tranquilamente, mojando su capa en la sopa.

El dueño de la casa, creyendo que había perdido la cabeza y esperanzado en que sólo fuera una broma, le dijo:

-Excelencia, pruebe usted la sopa, ¡Está exquisita!, le gustará.

Entonces el sumo sacerdote muy serio, respondió:

-Es a la capa a la que ha invitado a la cena, no a mí, pues vine sin ella hace un rato y me sacaron a patadas.


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